Amaba decir: «ese también lo tengo»
¿Obsesión, coleccionismo, lectura…? Les preguntamos a escritores y editores cuál es el autor más repetido en su biblioteca y qué podemos deducir de ello. Compilamos esta lista sobre la fascinación que existe por ciertos autores.
Tengo mi bibliotequita Costamagna, mi rincón Guerriero, pero dejo aparte a las amigas porque no se vale. Quienes más se me repiten son Marguerite Yourcenar, porque qué onda la señora genio; Philip Roth, a quien solo adoro libro por medio, pero igual es uno de esos autores que se te quedan pegados con fuerza epoxi, y sobre todo Lorrie Moore. Con Marie Lorena tuve un enamoramiento fuerte gracias a las traducciones de Emecé Argentina en los años noventa, y desde entonces le fui fiel incluso en clima hostil y ante condiciones adversas (sus novelas, digamos). Tengo unos diez títulos suyos y creo que es mi relación amorosa más estable. Pronto vamos a cumplir nuestras bodas de plata. —Andrea Palet, editora en Laurel Libros
Desde hace algunos años el vendaval de las mudanzas ha movido mi biblioteca por ciudades y casas. Pero siempre he procurado mantener cerca de mí la obra de Mario Levrero; con el tiempo, se fueron multiplicando tanto sus libros, que pasaron de manifestarse esporádicamente, a tener su propio estante, a habitar otros libreros. Ahora, basta buscar un ejemplar cualquiera en la biblioteca para que aparezcan, como conejos que saltan de súbito cuando se camina con distracción por el bosque, puf, libros del uruguayo entre las manos. Están sus textos más experimentales, los que juguetean con los géneros, los que hablan de sueños, programas de computadora, correspondencias con amigos, entrevistas, hasta los tiernos diarios donde escribe sobre el ocio y los trazos de la tinta sobre hojas blanquísimas. Su lectura ha sido un amuleto que ha desencadenado las más inesperadas coincidencias y caminos: trabajos, amistades, un doctorado y el amor. Ahora la biblioteca dejó de mudarse, aunque si se hace el suficiente silencio, se puede escuchar, desde algunos rincones, aquí y allá, el oleaje del mar. —Pierre Herrera, autor de Elizondo en China
Tengo la biblioteca un poco desordenada en este momento, pero en un vistazo rápido me parece que hay un empate entre Juan José Saer y Clarice Lispector. Del primero tuve una larga época hace más de una década de leer sus libros casi compulsivamente, uno detrás del otro. De Clarice porque a las ediciones que leí hace más o menos la misma cantidad de tiempo se le sumaron reediciones y obras reunidas. Conozco la fecha en que entró cada libro a la biblioteca por los sellados: ahora tengo un ex libris muy hermoso, pero al principio marcaba los libros con el sello con que marcaba las hojas de carpeta en la escuela secundaria, hasta que se gastó al punto de producir solo una mancha. —Valeria Tentoni, autora de Piedras preciosas
Es una pregunta que me cuesta trabajo porque tengo, por ser librero, muchos libros en casa que siento que solo estoy guardando. Tengo una colección, por ejemplo, de libros de Agatha Christie y otra de Georges Simenon, ambos autores hiperprolíficos, pero que no me interesan demasiado. Algo similar me ocurre con la obra de Stephen King, de quien tengo varios títulos, pero por la sencilla razón de que ha escrito con un ritmo industrial. Tengo varias novelas de él empezadas, pero tiendo a abandonarlas. Al mismo tiempo, en paralelo, tengo obras completas de autores como Borges o Musil, que no he leído completas, pero que atesoro como si fueran vinos de una cava que algún día abriré. Así pues… ¿qué responder? Creo que el autor al que más he leído y buscado, de quien aún poseo libros sin leer, pero con la intención de leerlos algún día (a diferencia de lo que ocurre con Christie o Simenon), debe ser Robert Walser. —Guillermo Núñez Jáuregui, autor de Del aburrimiento surgen los impulsos correctos
A raíz de tu pregunta, me doy cuenta de que soy una lectora muy desprolija. No se repiten mucho los nombres en mi biblioteca, al menos no de forma clara y abrumadora. Creo que en la adolescencia sí habría pasado eso, pero como un organismo, mi biblioteca en lugar de crecer ha cambiado mucho desde entonces. He regalado muchos libros o los he llevado a las librerías de viejo y he comprado y recibido otros. Lo que puedo deducir de la no repetición de nombres en mi biblioteca es lo siguiente: me interesan los libros que se salen de la caja (es muy ambiguo, lo sé, pero no encuentro una mejor manera de describirlo) y la mayoría de lxs autorxs de literatura se sale de la caja una vez (o dos a lo más) en toda su trayectoria de escritura. Por otro lado, los que lo hacen más a menudo ya no son considerados literatura. Me doy cuenta ahora que no había restricción con la etiqueta de literatura en tu pregunta. Creo que me inventé la restricción porque lxs autorxs que no se salen de la caja, y que leo y se repiten en mi biblioteca, es simplemente porque escriben más, porque han publicado más libros que otrxs. Y muchas veces ni siquiera he leído todos los libros que tengo de unx autorx, así que la repetición no es sinónimo de lectura. En cambio, por distintas razones, sí he leído varias veces el mismo libro o el mismo texto de unx autorx. —Verónica Gerber Bicecci, autora de La Compañía
Lo que más abunda en mi biblioteca son todo tipo de ediciones de la Divina comedia, la Ilíada, Cervantes y Shakespeare; desde ediciones de Porrúa hasta ediciones anotadas en el original. Lo que podemos deducir de eso es que soy un hombre de edad provecta que estudió en escuelas públicas. —Julián Herbert, autor de Ahora imagino cosas
Pasa una cosa curiosa: no tengo una inclinación muy acuciosa por tener muchas obras de un autor, al menos no siento que mi biblioteca esté construida en ese sentido. He tenido obsesiones variadas en materia de libros y de autores; sin embargo, a partir de esta pregunta caigo en la cuenta de que tengo algunas «colecciones». Trece libros de Rebecca Solnit, por ejemplo, incluidos los atlas de tres ciudades que no recuerdo cómo conseguí, pero seguro fue un triunfo. Conocí Wanderlust en los noventa, y desde entonces la tengo en el radar y en mis libreros. Pensaba en decir algo como «no soy fetichista», pero toda obsesión por los libros es una especie de fetiche, y mentiría por completo si me pongo esa frase, pero quizá lo que quiero decir es que no seguir acuciosamente a un autor no me vuelve menos obsesa, coleccionista y lectora, que creo eso es el meollo de la pregunta. Hace tiempo, antes de que naciera mi hija, me volví loca por Bruce Chatwin y de alguna manera quise coleccionar a Walter Benjamin; también me volví coleccionista de libros de viajes, de libros de caminar y de libros de teoría de nuevos medios. Mi librero favorito actual es el de mujeres y el de temáticas: ambientalistas, ecológicas, naturalistas. —Mónica Nepote, autora de Hechos diversos
Sin pensarlo mucho, puedo decir que una de las autoras que no ha dejado de estar en mis lecturas de este año es Joan Didion, y no porque falleciera apenas el año pasado: la había mapeado desde hace tiempo, pero leyendo sus ensayos Lo que quiero decir, Sur y Oeste y, sobre todo, El año del pensamiento mágico, sin ninguna urgencia o prisa, este último sobre todo, echo mano de un par de certezas de alguien que reporta sobre su estar en el mundo con toda la subjetividad que eso implica, pero también con todo el rigor que eso implica. Y es que reportar la vida cotidiana sin buscar afanosamente lo extraordinario dentro de lo ordinario, muy pocos. —Ana León, editora y periodista cultural
Cuando me hice del ejemplar de El olvido de sí, hace ocho años, fue solamente porque me atrajo el título. Lo leí y quedé fascinado por el personaje, Charles de Foucauld, y por el autor del libro, Pablo d’Ors. Después leí su Biografía del silencio y el ensayo me acompañó a adentrarme en la práctica de la meditación sedente. A este le siguieron Lecciones de ilusión, Sendino se muere, Entusiasmo, Contra la juventud, El estupor y la maravilla, Andanzas del impresor Zollinger, El amigo del desierto y finalmente Biografía de la luz. De ningún otro autor podría decir lo que digo de Pablo d’Ors: sus libros, esencialmente, me han enseñado a respirar. —José Manuel Velasco, autor de ¿Por qué poemas?
Knut Hamsun es, por mucho, el escritor que con mayor frecuencia se asoma desde mis libreros. Esto se debe a las poco más de diez ediciones distintas —desperdigadas por mi caótica biblioteca— de su novela Hambre, junto con varios títulos más, entre ellos En el país de las maravillas, libro editado hace un par de años bajo el sello editorial que dirijo. Dejando a un lado interpretaciones de temperamento, a partir de esto se deduce lo siguiente: primero, cuáles escritores y qué intereses tengo no solo como lector, sino también como editor, y que emanan directamente del gusto por Hamsun; segundo, la fascinación que sostengo no solo por la literatura, sino por los libros per se como testimonios tangibles del paso del tiempo y como vestigios de otras épocas; y por último, también se deduce que, si llegase a encontrar alguna otra edición de Hambre, lo más probable es que termine en algún librero de mi biblioteca. —Miguel Pineda, editor en Aquelarre Ediciones
Creo que Hebe Uhart; tengo todos sus libros. ¿Que qué podemos deducir de este hecho? Ella es de un pensamiento muy agudo, pero creo que a mí como lector de sus libros lo que me atrae es la sencillez, que sea una autora de lo cotidiano. Es para alguien que le gusta la crónica —y por supuesto, lo argentino. Y a mí me encanta todo lo argentino. Cercano, en un segundo lugar, César Aira. —Mauricio Sánchez, editor en Gris Tormenta
Jorge Ibargüengoitia es el autor que más se repite en mis libros. Lo tengo en las ediciones de Joaquín Mortiz y hasta uno maravilloso de la Serie de Lecturas Mexicanas (La ley de Herodes). Tengo en dos ediciones Los pasos de López, porque una se me deshojó toda, y los Relámpagos de agosto debe ser uno de los que más rayados tengo. No sé qué se pueda deducir de esto, pero sí me acuerdo de que me daba mucho orgullo que, cada vez que alguien decía uno de él, yo, ancha como trolebús, amaba decir: «ese también lo tengo». —Julieta Díaz Barrón, autora en la antología Nuevas instrucciones para vivir en México
Se me repiten y acumulan varios: la Generación del 32, el Medio Siglo. Felizmente tengo titipuchal de Dostoievski y Nabokov (mailob), dos ídolos. Mucho Borges, mucho Piglia, mucho José Emilio. Tengo harto Doris Lessing (heroína), Marguerite Yourcenar, Jane Austen, Virginia Woolf y Mary Renault: ¡recomiendo! Tengo libros de amigos: algunos los atesoro. Stephen Jay Gould está completo. Juan Marsé. Robert Graves en buenas dosis. Muchísimos de divulgación de cosas raras: de cuerpos, de pechos, de niños ferales, de pelo, de comer, de monstruos… Una colección entera de libros acerca de nuestro vínculo con los animales, de historia de las costumbres, historia de los alimentos: no tanto se repite el autor como el tema. No sé si podamos deducir algo de esto, ay. ¿Que no se me ordenan las pasiones, sino que las tengo, más bien, desordenadas? Eso puede ser, ¿no? —Julieta García González, autora de Cuando escuches el trueno
Xhevdet Bajraj. Y no tengo ninguno de sus libros. Entonces, ¿cómo puede ser el autor más repetido en mi personalísima biblioteca? Porque sus libros los he tenido muchas veces, pero siempre los regalo; por ejemplo, El tamaño del dolor lo he regalado, al menos, seis veces. Creo con terquedad que la biblioteca más íntima se lleva como casa a cuestas, y por eso la poesía de Xhevdet vibra entre mis libros; se asoma detrás de los maestros rusos y de los poetas polacos, por allá alza la manita en los versos de Seifert y le tiembla una sonrisa en la comisura de los labios con Kadaré. Los libros no solo son los autores que tienen inscrito su nombre en el lomo, los libros también son las palabras, los afectos, recuerdos y enseñanzas de otros libros, de otros autores, de otros maestros. Aunque ahí, «maestro mío, mi corazón no aprendió tu serenidad». —Mariana Orantes, autora de Autos, moda y discos punk
Entre mis libros se encuentra la obra completa de Jean Starobinski, que quizá sea sea el autor que más se repite. Jean Starobinski escribió de todo, sobre crítica, historia de la psiquiatría, literatura francesa, arte y medicina e historia de las ideas. Quizá esto quiera decir que me gusta el ensayo intelectual, o quizá que me gustaría ser un señor erudito y longevo como él, pero como la erudición es algo poco compatible con un trabajo de oficina, el cual tengo, espero tener que conformarme —no es poca cosa— con la longevidad. También predominan los libros del Fondo de Cultura Económica, y eso no solo significa que me gusta la editorial y que trabajo ahí, sino, sobre todo, que tengo descuento. —Alejandro Merlín, autor de En busca del Taiste
En cuánto me preguntaron cuál es el autor que tengo más repetido en mi biblioteca varias respuestas llegaron a mi mente. Recordé mi época de García Márquez en la adolescencia, que convivió a la par con Alejandro Dumas. Pero después, instalada en los oscuros veintes, seguro que Dostoyevski era el rey del librero, seguido de un montón de deprimentes autores rusos decimonónicos. Con la llegada de los treintas debo confesar que tuve mi periodo Murakami, pero vamos, que en ese entonces pocos lo leían y nadie pensaba en darle el Nobel. Quiero pensar que ahora me convertí en una persona más sensata, y divertida, pero no, lo que yo disfruto es el drama, con un poco de romance, porque Jane Austen y las hermanas Brontë son las reinas de mi biblioteca. Aunque las siguen muy de cerca Carson McCullers y Margaret Atwood… Está bien, admito que me encanta el drama. —Sylvia Georgina Estrada, autora de El libro del adiós
Es Nietzsche, aunque lo que tenía que decirme me lo dijo hace más de cuarenta años. No he vuelto a leerlo; lo que pasó es que los planteamientos que más me importaban de su filosofía los encontré resueltos en una escuela filosófica de la India. —Elsa Cross, autora de La locura divina. Poetas místicas de la India
Hay un hueco o un espacio en el clóset de mi habitación. Mi estudio, que está separado de la casa, resguarda la mayoría de mis libros. Pienso en cómo los libros buscan siempre sitios inesperados para existir. En ese clóset que debería resguardar maquillajes, o sombreros o bolsos, hay libros: cincuenta. Podrían caber más, pero me gusta que se vean, que yo pueda mirarlos al abrir el clóset y recordar que están allí para algo. Me pregunto si, como nos enseñan en primaria, al repasar los campos semánticos, cada elemento puesto dentro de un grupo tiene una función. ¿Qué une a un libro con otro? La regla del buen vecino, de Aby Warburg, es la única regla de un estante como el estante de libros en mi clóset. Mencionaré aquí cuatro: Sed, de Amélie Nothomb; La belleza del marido, de Anne Carson; Las bodas de Cadmo y Harmonía, de Roberto Calasso; Il museo del mondo, de Melania G. Mazzucco. —Karina Sosa Castañeda, editora en Zopilote Rey
Yo creo que el Gabo es el campeón en mi biblioteca personal. Y tal vez es el autor que más he leído. A la edad de quince años me robé una novela de la biblioteca del colegio, pero me descubrió una maestra y me mandó con el director. Este hombre a su vez me perdonó el castigo a cambio de leer el libro, y así conocí Cien años de soledad. La figura de Melquíades aún se me aparece en reflejos. Muchas veces me parece que lo que escribo o dibujo son garabatos para una generación del futuro; que mi mensaje es para la gente que vendrá después. —Alberto García Grillasca, editor en Minerva Editorial
Soy un lector, digamos, sistemático. Cuando la obra de un autor me importa tiendo a reunir todos sus libros, lo que explica que en mi biblioteca haya más de uno de prácticamente cualquier escritor cuyos textos me interpelan. En algunos casos los he estudiado, con el fin de escribir sobre su trabajo, y en otros simplemente los he ido leyendo a lo largo de los años. ¿Qué explica la recurrencia de algunos nombres? Es un asunto numérico: los más repetidos tienen una producción extensa. Un recorrido por los estantes de la biblioteca arroja, así, pruebas abundantes de interés en Mario Bellatin o César Aira, en Juan José Saer o Eduardo Milán, en Clarice Lispector o Cristina Rivera Garza. Si me desplazo a los autores de otras lenguas, los lomos dicen Faulkner, Beckett, Bernhard, Handke, Pasolini… Son obras importantes para mí, pero también lo son otras, con menos títulos: de Elfriede Jelinek tengo fundamentalmente lo que se ha traducido al castellano, apenas una parte de su trabajo. ¿Qué dice todo esto de mí como lector? Probablemente que entiendo la biblioteca como una herramienta (de lectura, de escritura, de edición), pero sobre todo como un proyecto de vida. —Nicolás Cabral, autor de Las moradas y editor de La Tempestad
Guillermo Prieto. No me di cuenta de que me estaba volviendo decimonónica hasta que vi la mayoría de los tomos de su obra completa en mis libreros. Las obsesiones laborales ajenas me contagiaron hasta que se hicieron propias. Por otros caminos, pero sin duda con Prieto en mis libreros. —Astrid López Méndez, autora de Frontera interior
Vladimir Nabokov y J. R. R. Tolkien se disputan el lugar de los autores más repetidos en mi biblioteca: tengo dieciséis libros del ruso y catorce del inglés. A primera vista no se parecen, y un examen detenido no arroja mayores similitudes. Al primero lo leí exhaustivamente a los dieciséis años (quiero aclarar que fue mucho antes de las películas de Peter Jackson), y al segundo, en mis veintes. Uno inventó la literatura fantástica contemporánea, el otro creó provocadoras obras de realismo psicológico. Uno destaca por una prosa clara de carrera justa, el otro puede detenerse varias líneas en la descripción de un desfiladero que solo tiene relevancia menor en la historia. Uno es solemne, aunque habla de duendes en armadura, el otro formula pensamientos inadmisibles para la moral moderna con una media sonrisa. Puedes presumir que has leído a uno en las reuniones de escritores, pero con respecto al otro es mejor ser discreto. ¿Qué se puede deducir de la nutrida presencia de autores tan contrapuestos? Si una biblioteca es, parafraseando a Nabokov, un «montaje sistemático de recuerdos personales», la mía acusa falta de sistema. Una laxa disciplina lectora. Una atención atomizada que de pronto se fija en ciertos autores y se queda cómodamente en ellos antes de pasar a la siguiente parada. Puede también deducirse que en mi biblioteca no hay gran presencia de obras completas (corolario del punto anterior). Y, finalmente, que me gustan otros autores menos prolíficos. A la idea de la falta de disciplina podría contraponer el hecho de que entre las obras de Tolkien hay varios volúmenes que reúnen cuentos inacabados y apéndices que solo interesarían a un notario público de la Tierra Media, y que aun así los leí. O bien, la confesión de que compré El original de Laura, de Nabokov, porque lo encontré a precio de ganga, pero no he tenido la curiosidad de abrirlo. En la biblioteca hay disciplina, pero también impulsos consumistas. Una última constatación, también irrelevante, para los aficionados a la numeralia: sumados, tengo treinta ejemplares de Tolkien y Nabokov. Si tuviera uno más de cualquiera de ellos, serían treinta y uno: la edad que tenía John Kennedy Toole (de quien solo tengo dos libros, que es tan exhaustivo como se puede) cuando se quitó la vida. —Emilio Rivaud, editor en Letras Libres
Vivir en Nueva York es saber que más temprano que tarde habrá que irse de Nueva York. Después de una década en la ciudad, tengo muy aprendido el ejercicio de no acumular libros y, por ende, de no atesorarlos en una biblioteca. Por otra parte, sin embargo, siento mucho menos apego por lxs autorxs que por los libros que me gustan, de modo que, incluso si me volviera coleccionista, difícilmente me regiría por ese criterio. —Ezequiel Zaidenwerg, editor de 50 estados
Me encanta contar. Tanto escribir narrativa como asociar números y cosas. Averiguar cuántos libros de un autor hay en los estantes de casa es una especie de análisis clínico de la biblioteca personal: describe, da indicios no sé de qué, tal vez señala enfermedades. En un primer censo, el autor con mayor presencia es José Saramago, solo con volúmenes (veintiuno) adquiridos antes de que Estocolmo y la fama lo orientaran hacia una prosa simplona y cargada de «enseñanzas»: novelas sueltas (y repetidas), antologías de textos dispersos, alguna traducción. Me encantó aficionarme a este escritor tardío cuando para leerlo había que aventurarse en mesas de saldos o incluso emprender un viaje por los países de la península ibérica; veo esos ejemplares como fósiles de un entusiasmo veinteañero que no se repetirá. En segundo lugar hay un empate que algo dice sobre mi afición por la escritura analítica, llena lo mismo de ideas que de chispas poéticas: Gabriel Zaid e Italo Calvino (ambos con dieciocho). Pero si amplío el universo para hacer el conteo entre los anaqueles marginales, me encuentro todos los volúmenes de Astérix concebidos por René Goscinny y Albert Uderzo hasta casi alcanzar la treintena. Ni siquiera Mafalda está tan viva en el subconsciente humoroso que construí junto con mi hermano cuando de niños exploramos la Galia: nombres de lugares y personajes, gestos, chistoretes que solo de adulto entendí. Cuántos sesgos lingüísticos (solo autores en lenguas romances), de sexo (puros varones), epocales (salvo Zaid, que se «salva» por poquito, todos nacieron en los años veinte del siglo pasado), y a la vez cuánta diversidad: cómics, novelas, cuentos, ensayos, artículos para diarios y revistas, cartas, unos pocos poemas. Toca ahora hacer un diagnóstico de estas afecciones lectoras. —Tomás Granados, editor en Siglo XXI
Hay varios nombres muy repetidos en mi biblioteca personal. Entre ellos, el que ocupa un lugar más importante en mi mundo interior es el de Cristina Rivera Garza. Tengo las obras completas antes de que se hayan editado en un solo volumen. He dedicado los últimos ocho años a leerla obsesivamente, como quien se enamora de la luna y cada noche sale a verla para descubrir que es otra y la misma. Siempre regreso a los libros de crg (como suele firmar ella): colecciono sus formas de insistir, por ejemplo, en las mujeres que salen a recorrer el mundo para encontrarse a sí mismas. La capacidad que tiene para hallarle color a los momentos de soledad. Su cuidado por el registro de las cosas mínimas. La forma en que habita hasta los documentos más estériles. —Nayeli García, jefa de redacción en la Revista de la Universidad
La autora que en estos días he visto repetidamente entre mis libros es Frida Kahlo. Dejé una compilación de cartas seleccionadas por Raquel Tibol sobre la mesa que está a la entrada de la casa. Siempre que tengo un ratito me siento a chismear correspondencia ajena con un cafecito. A pesar de sentirme un poco culpable (quizá debería decir gracias al placer de sentirme un poco culpable), me fascina conocer a un personaje que siempre me presentaron como un cliché, la femme fatale que no sabe más que sufrir. La Frida de la vida cotidiana sufre (con razones muy legítimas), pero también goza en la misma medida. Tiene un gran sentido del humor y se sabe una persona con muchas dimensiones, contradictorias y absurdas. Frida era inteligente, chistosa y tenía un sentido muy agudo para detectar la belleza de las simples cosas. —Anaclara Muro, editora en Palíndroma
Diría dos: Octavio Paz y Alfonso Reyes. De los primeros libros que leí y me deslumbraron fue Libertad bajo palabra. Desde entonces tengo cierta obsesión por la vida y obra de Paz, que abarca el siglo XX casi de punta a punta. Creo que Cuadrivio y El arco y la lira son libros fundamentales. Me interesa mucho esa tradición de poetas que reflexionan sobre poesía, como Valéry, Baudelaire o Eliot. Sé que Paz no está de moda entre los lectores de mi generación, pero como dicen por ahí: «el buen gusto de hoy es la chabacanería del mañana». El otro que abarca buena parte de mis libreros es Alfonso Reyes. Tengo muchos tomos de sus Obras completas. Me faltan varios y cargo en mi teléfono una imagen de mis ejemplares para que, cada vez que voy a una librería de viejo, pueda cotejar los que me faltan. Reyes sigue dándonos magníficas lecciones para escribir y pensar mejor. Es un formidable prosista que, abras la página que sea, arroja bellísimos paisajes desbordados de imaginación. ¿Qué podemos deducir de ello? Que soy un viejito «conservador optimista», que usa capa y levita, y cree que para ser buen escritor hay que conocer la historia y la tradición literaria. —Alejandro Arras, autor de Perfil del viento y editor de Ediciones Moledro
Por ahora es Édouard Levé. Cuando leí su libro Obras me obsesioné con la idea de continuar su listado y de ahí empecé a buscar textos de él. Justamente el fin de semana compré otro de sus libros. No sé qué podemos deducir de ello, tal vez que me enloquecen los textos que son listas aparentemente sin sentido. —Cecilia Miranda, autora en la antología En una orilla brumosa
Con ocho libros cada uno, tengo un triple empate: Andrés Barba, John Cheever y Jorge Ibargüengoitia. Del guanajuatense, la mitad de los libros se los robé a mi papá; los otros los compré en librerías de viejo, incluida una ajada primera edición de Dos crímenes que me costó noventa pesos. A Cheever lo leí por primera vez hace doce años, en una antología de cuento norteamericano, y quedé enganchado. Desde ahí he venido leyendo toda su obra narrativa, aunque tengo pendiente sus diarios y correspondencia. El primer libro que compré de Andrés Barba fue República luminosa, la novela con la que ganó el Herralde del 2017. Como me gustó, me seguí con otros libros suyos. Agosto, octubre es una de las novelas cortas que más he disfrutado en los últimos años. Barba, como ya dije, es un gusto reciente, y quizá no lo podría emparentar —ni temática ni estilísticamente— con los otros dos señores. Este último par a lo mejor sí podrían compartir canasta: la de los narradores que supieron explotar la aparente vida trivial de los fulanos que habitan en pueblitos de provincia o en un suburbio gringo, descubriendo siempre en ellos una veta del alma humana. —Jaime He, autor de Melancolía de los pupitres
Siempre me ha parecido inquietante que las antologías ocupen un espacio tan precario y errático en las librerías. ¿Están antes de la A o después de la Z? ¿O están en un lugar «especial», un lugar que puede ser mucho peor que aquellos extremos alfabéticos? ¿Y quién busca ahí —dondequiera que «ahí» sea? Yo nunca las encuentro, aunque con los años he aprendido algunos trucos. Su colocación no me parece ni natural ni obvia, al contrario, es casi siempre mala, lo más lejos de una colocación ideal. Cuento esto porque es lo que más me interesa cuando voy a una librería, encontrar antologías —siempre hay alguna sorpresa, no se sabe cómo llegaron ahí, cuánto tiempo llevan guardadas (casi siempre empolvadas, totalmente olvidadas) y a quién podrían interesarles—, y porque es el «autor» más repetido en casa: la tan apática abreviatura «VV AA». No podría contarlas con precisión, porque son muchas y están bien dispersas, pero son quizá alrededor de trescientas antologías, de todo tipo de formas y temas, desde aquellas con textos seleccionados por estudiantes hasta las editadas por David Shields, Phillip Lopate o Adam Thirlwell. De las geniales de John Brockman a las inesperadas de Dave Eggers. Creo que la forma de la antología me parece atractiva porque, antes que libros, comencé a leer revistas cuando era adolescente. El ejercicio de imaginación me sorprendía: tratar de entender cómo se había hecho todo eso, ese montaje, quién lo había decidido así. Y desde entonces me gusta unir fragmentos, leer algo y acordarme de otro texto que leí que conversa con él. —Jacobo Zanella, editor en Gris Tormenta
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En diciembre publicamos otra breve encuesta: «El libro perfecto para alguien como yo», en donde amigos, poetas y escritoras cuentan qué les gustó más de lo que leyeron en 2021, sin importar el año de publicación.
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